Finales de Agosto de 1942, Estepa
Rusa, algún lugar al oeste de Stalingrado, entre los ríos Don y Volga
La columna de vehículos
convencionales y blindados avanzaba lenta pero inexorablemente por el desierto
de la estepa rusa. Con la ausencia de todo camino asfaltado, la marcha se hacia
lenta y renqueante. Los vehículos levantaban una densa humareda que junto con
el sudor, hacia que los hombres tuvieran una capa de suciedad y desaliño que no
les restaba un ápice de moral.
Había allí camiones Opel blizt,
pequeños Kubelwagen, vehículos semioruga artillados, y blindados Panzer. Era la
implacable maquina de guerra germana sobre ruedas, que como un lento gusano de
carcoma, se adentraba en lo más profundo del tronco de Rusia. Sin embargo también
había en la comitiva, vehículos más peculiares como algún esporádico y vistoso Citroën
Avant, sin duda capturado en Francia tras la rendición al Reich de los galos. Y
por doquier, tiros de caballería arrastraban piezas de artillería que pronto harían
rugir sus entrañas vomitando obuses y fuego.
De vez en cuando avistaban a lo
lejos una pequeña granja o alguna aldea. Los oficiales daban la orden y un
pequeño grupo se separaba de la comitiva para solo regresar una vez habían
destruido el conjunto de edificaciones. Con los civiles muertos, sin nadie para
apagar los incendios, el hogar rural de los campesinos rusos ardía hasta los
cimientos.
La comitiva no se detenía por
nada. Sus órdenes eran avanzar, avanzar y avanzar. Moscú tenía que caer antes
de navidad. Y con el final del verano ya cerca, la impaciencia del Fuhrer se
traducía en órdenes más exigentes y directas a sus ejércitos.
La bandera con la Svástica ondeaba
orgullosa al paso de los alemanes que como langostas quemaban y destruían todo
a su paso, a la par que conquistaban, el terreno que quedaba a sus espaldas.
Escondidos entre la multitud de
la caravana de vehículos militares
estaban tres camiones con distintivos de pertenencia a una unidad fuera de lo
habitual. Llevaban sobre su lona pintada una cruz roja, lo que los
identificaba (en teoría) como ambulancias o trasportes de material medico. Pero a diferencia de otras ambulacias, estos vehículos estaban sometidos a una férrea guardia. En
las puertas en negro sobre gris además de la eisenkreuz, se podía leer la
leyenda “Totenbrigaden”. Y de forma ciertamente oscura y desalentadora, en este
lema se hallaba dibujada una calavera.
Junto al conductor de cada camión
Opel viajaba un soldado, y en la plataforma de carga, había dos soldados más.
Todos tenían instrucciones de no dejar acceder a los cajones de la carga de los vehículos más
que a las personas autorizadas. Los soldados estaban alerta, pues habían sido
escogidos entre los más disciplinados de su unidad para proteger la carga de
aquellos camiones. Tras ellos, había cientos de cajones de madera con la misma
marca que rezaba en la puerta de los vehículos, “Totenbrigaden”, y por supuesto
el águila y la esvástica.
Los soldados no sabían que
contenían aquellas cajas, pero suponían que se trataba de alguna clase de
medicamento. Lo sospechaban, por que, con los baches más profundos de la estepa
rusa sin asfaltar y sin caminos, escuchaban tintineos de cristal contra
cristal.
Sin duda, lo que había en las
cajas eran ampollas de alguna clase de medicamento especial. Tan especial como
para requerir vigilancia dedicada de los soldados mas fanáticos. Ellos eran totalmente ignorantes de que se habían
convertido en los heraldos de la muerte que, cual jinetes del Apocalipsis,
desatarían una devastación sin igual sobre Rusia, y sobre el mundo.
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