Voluntarios


La columna de camiones se detuvo frente a un vetusto bloque de edificios. Era una construcción de ladrillo blanco de reciente edificación, donde vivian las familias obreras de la maquinaria industrial de Stalingrado. Aquel barrio estaba en la zona norte de la ciudad, y era uno de los arrabales de las grandes factorías, que antes de la guerra habían trabajado para el plan quinquenal de la economía. Los obreros de aquel alojamiento de trabajadores habían pasado de fabricar tractores para el extenso mundo agrícola soviético, a fabricar carros de combate T-34. Y como tal, eran parte de una maquinaria de guerra bien engrasada  que producía carros blindados a buen ritmo. Lo que fuera para detener al invasor.

Aquella  mañana destemplada de finales de agosto, un camión antiguo y desvencijado (seguido de varios más) se paro delante del bloque de viviendas de los obreros. Hacia un par de horas que los trabajadores estaban ya en las fabricas. Varios hombres descendieron del cajón de carga del vehículo. Aunque vestidos de paisano, con sus trajes de domingo, portaban fusiles Mosin Nagant y brazaletes rojos con la hoz y el martillo. Eran milicianos, armados apresuradamente, y con apenas instrucción, que se habían presentado voluntarios para la defensa de su ciudad. De la cabina descendió un chico algo más joven que los milicianos. En la solapa de su chaqueta portaba una insignia de una bandera roja con la efigie de Lenin. Sus gafas redondas de alambre y la libreta que portaba le delataban como alguien culto, de letras. Un estudiante. Era miembro del Komsomol, las juventudes del partido. Y posiblemente le habían encargado el liderazgo de aquel pequeño grupo.

Fue reuniendo a los milicianos en grupos de a dos, y les dio a cada uno un nombre y una dirección. Luego se subió a la plataforma del camión, donde había un gran número de palas, picos, y otros utensilios.

-Camaradas. El soviet de Stalingrado ha decretado que toda persona desocupada debe colaborar en la fortificación de la ciudad. Tenéis un nombre y una dirección. Traed aquí a los camaradas del pueblo para que todos juntos trabajemos para impedir que el invasor fascista ponga un pie en nuestra amada ciudad.

Un murmullo de aprobaciones desbando a los milicianos que fueron dispersándose por el barrio, entrando en distintos edificios. Mientras tanto el estudiante aprovecho pare encenderse un pitillo sentado en la caja de madera del camión. Miro las herramientas, y pensó en el duro esfuerzo de sus camaradas conciudadanos. Estaban construyendo trincheras y obstáculos antitanque a pasos forzados en las afueras de Stalingrado.

Irina vestía rápidamente a su hija Natasha mientras escuchaba a los milicianos ir llamando puerta por puerta. Irina era una mujer hermosa pero desgastada por las penurias de la vida. Rondaría los 30 años, y era de una belleza preternatural, cuasi perfecta. Era alta, de piel color aceituna, ojos almendrados y larga melena morena rizada, que conservaba como parte de su herencia cultural. Irina era gitana. Bueno, medio gitana. Y estaba casada con un buen hombre, obrero en la fábrica de tractores Octubre Rojo, que cuidaba de ella y de su hija en común como reinas sobre la tierra.




La pequeña Natasha había heredado la belleza de su madre, pero con un tono de piel algo más claro.  Su madre le ajusto el vestido, y le anudo bajo la barbilla un pañuelo estampado, para protegerla tanto del sol como de las gotas de las intermitentes tormentas de finales de verano.

Cuando llamaron a la puerta, Irina miro por un momento el pequeño salón comedor, de aquel humilde hogar obrero. Era mucho mejor que una cabaña de madera en la estepa, y estaba contenta con ello. Pero era pequeño, y algo frio en invierno. Estaba todo en orden, y la mujer se dirigió a abrir la puerta.

-Estamos listas- dijo a los milicianos. Salio uniendose a ellos, y cerro la puerta con llave.

Bajaron las escaleras y poco a poco se fueron uniendo a los diferentes grupos de gente que como un rio fluyeron por las escaleras, por los descansillos, por los portales, para llegar a la calle formando una marea. Se arremolinaron alrededor de los camiones, y poco a poco todos fueron subiendo.  Eran sumisos y obedientes. Eran conscientes de que iban a trabajar por el bien y la seguridad de todos. Allí había abuelos jubilados, y amas de casa con sus hijos. Y todos estaban concienciados de que su trabajo ayudaría en la defensa de Stalingrado. Les esperaba un día de duro trabajo.

Poco a poco subieron en las cajas de los camiones, ayudándose los unos a los otros. Había pocos niños pequeños, en edad de no ser aun escolarizados, e Irina esperaba, que como los otros días, se formara un grupo para cuidar de los pequeños, mientras sus familiares trabajaban cavando. Esperaba que le tocara estar al cuidado de los niños, no solo por librarse del pesado trabajo, si no por estar con su hija, por que como toda madre la adoraba, pero porque además, ella sabía que su hija era especial. No era como los otros niños.

Un convoy en la estepa


Finales de Agosto de 1942, Estepa Rusa, algún lugar al oeste de Stalingrado, entre los ríos Don y Volga

La columna de vehículos convencionales y blindados avanzaba lenta pero inexorablemente por el desierto de la estepa rusa. Con la ausencia de todo camino asfaltado, la marcha se hacia lenta y renqueante. Los vehículos levantaban una densa humareda que junto con el sudor, hacia que los hombres tuvieran una capa de suciedad y desaliño que no les restaba un ápice de moral.

Había allí camiones Opel blizt, pequeños Kubelwagen, vehículos semioruga artillados, y blindados Panzer. Era la implacable maquina de guerra germana sobre ruedas, que como un lento gusano de carcoma, se adentraba en lo más profundo del tronco de Rusia. Sin embargo también había en la comitiva, vehículos más peculiares como algún esporádico y vistoso Citroën Avant, sin duda capturado en Francia tras la rendición al Reich de los galos. Y por doquier, tiros de caballería arrastraban piezas de artillería que pronto harían rugir sus entrañas vomitando obuses y fuego.

De vez en cuando avistaban a lo lejos una pequeña granja o alguna aldea. Los oficiales daban la orden y un pequeño grupo se separaba de la comitiva para solo regresar una vez habían destruido el conjunto de edificaciones. Con los civiles muertos, sin nadie para apagar los incendios, el hogar rural de los campesinos rusos ardía hasta los cimientos.

La comitiva no se detenía por nada. Sus órdenes eran avanzar, avanzar y avanzar. Moscú tenía que caer antes de navidad. Y con el final del verano ya cerca, la impaciencia del Fuhrer se traducía en órdenes más exigentes y directas a sus ejércitos.

La bandera con la Svástica ondeaba orgullosa al paso de los alemanes que como langostas quemaban y destruían todo a su paso, a la par que conquistaban, el terreno que quedaba a sus espaldas.

Escondidos entre la multitud de la caravana de vehículos  militares estaban tres camiones con distintivos de pertenencia a una unidad fuera de lo habitual. Llevaban sobre su lona pintada una cruz roja, lo que los identificaba (en teoría) como ambulancias o trasportes de material medico. Pero a diferencia de otras ambulacias,  estos vehículos estaban sometidos a una férrea guardia. En las puertas en negro sobre gris además de la eisenkreuz, se podía leer la leyenda “Totenbrigaden”. Y de forma ciertamente oscura y desalentadora, en este lema se hallaba dibujada una calavera.

Junto al conductor de cada camión Opel viajaba un soldado, y en la plataforma de carga, había dos soldados más. Todos tenían instrucciones de no dejar acceder a los cajones de la carga de los vehículos más que a las personas autorizadas. Los soldados estaban alerta, pues habían sido escogidos entre los más disciplinados de su unidad para proteger la carga de aquellos camiones. Tras ellos, había cientos de cajones de madera con la misma marca que rezaba en la puerta de los vehículos, “Totenbrigaden”, y por supuesto el águila y la esvástica.

Los soldados no sabían que contenían aquellas cajas, pero suponían que se trataba de alguna clase de medicamento. Lo sospechaban, por que, con los baches más profundos de la estepa rusa sin asfaltar y sin caminos, escuchaban tintineos de cristal contra cristal.
Sin duda, lo que había en las cajas eran ampollas de alguna clase de medicamento especial. Tan especial como para requerir vigilancia dedicada de los soldados mas fanáticos.  Ellos eran totalmente ignorantes de que se habían convertido en los heraldos de la muerte que, cual jinetes del Apocalipsis, desatarían una devastación sin igual sobre Rusia, y sobre el mundo.

PROLOGO


Algún lugar de oriente medio. Años treinta.

Sonó un disparo de pistola Luger. El aventurero y arqueólogo yanki cayo fulminado sobre el suelo de piedra. De sus manos cayo la ansiada copa que rodó por el suelo con un suave tintineo. El alto y apuesto oficial alemán se acerco al cadáver, que aparto de una leve patada. Toda su atención se centro en la copa de oscuro metal. La cogio delicadamente entre sus manos y la observo detenidamente. Ignoro totalmente el mar de cadáveres que le rodeaba, pues habían tenido que luchar para llegar hasta allí. Media expedición había muerto para conseguir la copa, el Santo Grial. Y por fin lo habían conseguido. El Fuhrer estaría complacido, y los caídos de aquella fuerza expedicionaria del Reich serían héroes.

El oficial contemplo por un ultimo momento mas la copa, y observo como la cavidad de esta se hallaba sellada por alguna especie de tapa. Intento removerla pero no pudo. Voces y llantos a su espalda le distrajeron de aquella extraña cuestión. Los prisioneros, aquellos que habían intentado evitar que los nazis consiguieran el Grial, se quejaban y maldecían.

Envolvió el Grial en un delicado paño de seda y luego lo introdujo en una cartera de piel que llevaba colgada. Sin inmutarse, levanto la voz y ordeno sin duda:

-Matadlos. Volvemos a Berlín.

Los soldados soltaron a los prisioneros, y varios infantes de la Wehrmacht, con uniformes de verano como los que años después vestiría el África Korps, quitaron los seguros de sus rifles Kar98. Amartillaron los cerrojos de las armas, y los tres prisioneros fueron fusilados con sordos disparos que rebotaron por las cuevas.

Quedaron los cadáveres tendidos en la fría losa de mármol sin labrar que servia de suelo de la estancia que había sido el hogar del santo Grial durante tantos años. Muertos quedaron allí el guía árabe de la expedición, el experto medievalista ingles, el director del museo que albergo el códice del grial, y el intrépido aventurero americano.

Cuando todos los landser alemanes habían abandonado la cueva horadada en aquel perdido acantilado de oriente medio, mientras el oficial subía a su vehiculo blindado calado de polvo del desierto hasta el ultimo recoveco, los explosivos hicieron su trabajo. No quedo vestigio de que algún día hubiera habido allí un refugio de la orden de los caballeros templarios, santos guardianes del grial, ni de que la santa copa hubiera estado allí, jamás.